Fue emocionante enterarse de que alguien había escrito por fin un libro titulado 'Wine and War', 'Vino y Guerra'. Había llegado el momento en que iban a quedar despejados toda una serie de grandes misterios como, por ejemplo, el enigma de la Ilíada: ¿cómo era posible que Tracia proporcionara mercenarios a los troyanos de Príamo al mismo tiempo que vendía vino de Tracia a los espartanos de Menelao? Sin embargo, no es ésa la intención de 'Wine and War'. Consiste más bien en un relato sobre la forma en que cinco destacadas familias vitivinícolas de Francia se las ingeniaron durante la ocupación nazi para mantener su dignidad, sus medios de subsistencia y sus existencias de vino.
Se trata de una historia más que conocida en toda Europa: eso de la doble pared en la bodega, detrás de la cual reposan las cosechas más exquisitamente apetecibles, me lo han contado ya en Guernesey y Jersey, en Moravia, en Budapest, en Sofía, en Bucarest. Sean alemanes, rusos o norteamericanos los invasores, no varía nunca el punto culminante del relato: una vez que el conflicto o la ocupación han terminado, se procede al derribo de la pared y, ¡oh maravilla!, allí continúan todas aquellas botellas de vino que se han librado del saqueo y los pillajes y que, como es de esperar, han ganado muchísimo en sabor gracias a su larga temporada a la sombra...
'Wine and War' no carece tampoco de irritaciones estilísticas, que ya asoman desde la primera frase: "La puerta de acero no quería moverse". Expresiones como "un sol brillante se reflejaba en las recién nacidas hojas de los árboles" o "los pueblecitos de Alsacia, que parecían como salidos de un cuento de Hansel y Gretel" salpican el texto; lo que es más, cualquier relato documental que constantemente se meta en las mentes soñadoras de sus protagonistas ¡hace 60 años! acaba cargado de adornos dudosos.
La mayor parte de la narración general en torno a la invasión de Francia y a los acontecimientos que culminaron en ella no pasa de la categoría de plúmbeo manual escolar y no aporta ningún punto de vista original salvo aquellos que ofrecen los viticultores que vivieron los hechos de primera mano. El dato de que Gaston Huet -cuyo vouvray está de muerte- encabezase una compañía del Ejército en 1940 hasta el callejón sin salida de Calais, donde finalmente tuvo que rendirse a los alemanes, es una revelación absolutamente intrascendente; el hecho de que fuera uno de los más eminentes y valerosos viticultores biodinámicos de Francia quien corriera esa aventura no la convierte en más emocionante que si Huet hubiera sido un carbonero.
Se nos vuelve a contar la bien conocida historia de los esfuerzos de Goering por descubrir las botellas de la cosecha de 1867 que tenían en La Tour d'Argent, el famoso restaurante de París, ocultos detrás una pared de ladrillos. Para los buenos catadores, que quizá aprecien poco este aspecto de la doble faz de los alsacianos, más reveladora es la respuesta de la señora Hugel al oficial de la Wehrmacht que la llevaba detenida: "¿Cómo puede decir usted que odio a los alemanes?", clamó ella. "¡Mi hermano es alemán y tengo además dos hijos que están a punto de combatir en las filas de su Führer!".
La mejor y más apasionante parte del libro versa sobre los "Weinführers", que fue el apodo con que los conocían los franceses. Eran los funcionarios que se encargaban de supervisar los esfuerzos de Hitler por saquear las zonas vitivinícolas franceses y así contribuir a financiar la maquinaria bélica nazi: el vino era un producto de consumo como cualquier otro y de eso Francia tenía más que cualquier otro país. Se cuenta aquí con precisión el reinado de Heinz Bomers en Burdeos, al igual que el enseñoreamiento de Adolphe Segnitz sobre Borgoña y el dominio de Otto Klaebisch sobre la Champaña.
En estos lugares la connivencia entre vinateros franceses y oficiales alemanes fue con frecuencia más amable que hostil, pues no en balde existían entre ambas partes un considerable respeto mutuo y una dualidad lingüística, además de un auténtico amor al vino. Una vez terminada la guerra, Bomers escribió al barón Philippe de Rothschild para solicitarle que le concediera la representación del Château Mouton-Rothschild en Alemania. Al parecer, el barón respondió: "Sí, por qué no. A fin de cuentas estamos construyendo una nueva Europa".
A Louis Eschenauer, afamado vinatero y mesonero de Burdeos, que tuvo gran amistad con Ribbentrop, se le declaró tras la guerra culpable de colaboracionismo, con lo que perdió todos sus derechos como ciudadano francés. Sin embargo, es probable que, de no mediar la amistad gastronómica de Eschenauer con el primo de Ribbentrop, Ernst Kühnemann, comandante alemán al frente del puerto de la ciudad, éste habría sido destruido cuando los alemanes se retiraron. Abundan en este libro muestras semejantes de sentimentalismo. Franceses y alemanes siempre han sido viejos amiguetes, y siguen siéndolo.
Se trata de una historia más que conocida en toda Europa: eso de la doble pared en la bodega, detrás de la cual reposan las cosechas más exquisitamente apetecibles, me lo han contado ya en Guernesey y Jersey, en Moravia, en Budapest, en Sofía, en Bucarest. Sean alemanes, rusos o norteamericanos los invasores, no varía nunca el punto culminante del relato: una vez que el conflicto o la ocupación han terminado, se procede al derribo de la pared y, ¡oh maravilla!, allí continúan todas aquellas botellas de vino que se han librado del saqueo y los pillajes y que, como es de esperar, han ganado muchísimo en sabor gracias a su larga temporada a la sombra...
'Wine and War' no carece tampoco de irritaciones estilísticas, que ya asoman desde la primera frase: "La puerta de acero no quería moverse". Expresiones como "un sol brillante se reflejaba en las recién nacidas hojas de los árboles" o "los pueblecitos de Alsacia, que parecían como salidos de un cuento de Hansel y Gretel" salpican el texto; lo que es más, cualquier relato documental que constantemente se meta en las mentes soñadoras de sus protagonistas ¡hace 60 años! acaba cargado de adornos dudosos.
La mayor parte de la narración general en torno a la invasión de Francia y a los acontecimientos que culminaron en ella no pasa de la categoría de plúmbeo manual escolar y no aporta ningún punto de vista original salvo aquellos que ofrecen los viticultores que vivieron los hechos de primera mano. El dato de que Gaston Huet -cuyo vouvray está de muerte- encabezase una compañía del Ejército en 1940 hasta el callejón sin salida de Calais, donde finalmente tuvo que rendirse a los alemanes, es una revelación absolutamente intrascendente; el hecho de que fuera uno de los más eminentes y valerosos viticultores biodinámicos de Francia quien corriera esa aventura no la convierte en más emocionante que si Huet hubiera sido un carbonero.
Se nos vuelve a contar la bien conocida historia de los esfuerzos de Goering por descubrir las botellas de la cosecha de 1867 que tenían en La Tour d'Argent, el famoso restaurante de París, ocultos detrás una pared de ladrillos. Para los buenos catadores, que quizá aprecien poco este aspecto de la doble faz de los alsacianos, más reveladora es la respuesta de la señora Hugel al oficial de la Wehrmacht que la llevaba detenida: "¿Cómo puede decir usted que odio a los alemanes?", clamó ella. "¡Mi hermano es alemán y tengo además dos hijos que están a punto de combatir en las filas de su Führer!".
La mejor y más apasionante parte del libro versa sobre los "Weinführers", que fue el apodo con que los conocían los franceses. Eran los funcionarios que se encargaban de supervisar los esfuerzos de Hitler por saquear las zonas vitivinícolas franceses y así contribuir a financiar la maquinaria bélica nazi: el vino era un producto de consumo como cualquier otro y de eso Francia tenía más que cualquier otro país. Se cuenta aquí con precisión el reinado de Heinz Bomers en Burdeos, al igual que el enseñoreamiento de Adolphe Segnitz sobre Borgoña y el dominio de Otto Klaebisch sobre la Champaña.
En estos lugares la connivencia entre vinateros franceses y oficiales alemanes fue con frecuencia más amable que hostil, pues no en balde existían entre ambas partes un considerable respeto mutuo y una dualidad lingüística, además de un auténtico amor al vino. Una vez terminada la guerra, Bomers escribió al barón Philippe de Rothschild para solicitarle que le concediera la representación del Château Mouton-Rothschild en Alemania. Al parecer, el barón respondió: "Sí, por qué no. A fin de cuentas estamos construyendo una nueva Europa".
A Louis Eschenauer, afamado vinatero y mesonero de Burdeos, que tuvo gran amistad con Ribbentrop, se le declaró tras la guerra culpable de colaboracionismo, con lo que perdió todos sus derechos como ciudadano francés. Sin embargo, es probable que, de no mediar la amistad gastronómica de Eschenauer con el primo de Ribbentrop, Ernst Kühnemann, comandante alemán al frente del puerto de la ciudad, éste habría sido destruido cuando los alemanes se retiraron. Abundan en este libro muestras semejantes de sentimentalismo. Franceses y alemanes siempre han sido viejos amiguetes, y siguen siéndolo.